¿El Gobierno de Piñera ha sido administrativo o más bien político? Esta interrogante ha estado presente reiteradamente en el análisis y en el debate público, y probablemente las comparaciones con el Gobierno entrante serán inevitables. Se ha escrito y se han intercambiado opiniones entre representantes políticos al respecto, siempre buscando definir el leitmotiv que ha inspirado el accionar del Gobierno. Lo llamativo es la dicotomía que subyace a esta pregunta: o se es un gran político, de grandes ideas, un estadista a fin de cuentas; o bien un administrador, un “microgestor” cuyo poder de evocar e inspirar es tan bajo como sus intenciones de cambiar paradigmas ya establecidos. Lo suyo son las minucias.
Independiente de la respuesta que se tenga respecto del estilo del Presidente saliente, o de la Presidenta electa, incluso antes de intentar contestarla, cabe precisar que la lógica binaria descrita es errónea y constituye un reduccionismo conceptual que hace mella en la Administración Pública. Hace varias décadas que ésta dejó de tener el rol neutral y exclusivamente gestor del Estado de Weber, donde la ejecución de mandatos políticos era generada por personas cuya subjetividad en el proceso debía ser nula. La idea era aplicar, sin interferir, las grandes ideas mandatadas desde las esferas políticas.
La objetividad esperable de las burocracias públicas poco a poco fue desmitificándose en los hechos. La investigación en la Administración Pública ha establecido el predominio de valores, los que -por cierto- van más allá de la eficiencia y la eficacia. La equidad y representatividad, por ejemplo, son también principios rectores del actuar administrativo dentro del Estado. Es decir, no sólo se trata de implementar y ejecutar políticas públicas acorde a objetivos específicos y a un costo razonable, sino también de brindar en este proceso un trato igualitario a las personas, y de asegurar que la Administración Pública tenga entre sus filas una participación activa y pasiva de las minorías a quienes sirve (se ha descubierto también que una mayor representatividad mejora la efectividad de organizaciones públicas, pero esto sería materia de otra columna).
En consecuencia, esta imagen de burócratas detrás de un mesón timbrando papeles o de directivos públicos tomando el mandato político para ejecutarlo, cual testimonio en una carrera de relevos, es precisamente eso: una imagen. Dentro de la Administración Pública guste o no existe discrecionalidad, la que, en muchos casos, cuando es ejercida adecuadamente, puede permear el diseño inicial de políticas públicas generando una frontera más difusa, virtuosa y no lineal entre su diseño e implementación. Cuando la Directora de un Centro de Salud Familiar en una comuna impulsa el despacho de medicamentos a domicilio para pacientes crónicos de movilidad reducida, ¿hablamos de implementación o diseño? De ambos. Entonces, en mayor o menor medida, funcionarios y directivos públicos ejercen un rol administrativo-político. Hay espacio para las grandes ideas en la Administración Pública y es crítico que así sea.
¿Fue Piñera un administrador o un político? Puede ser ambos, uno o ninguno. Lo importante es partir por las preguntas adecuadas.
La Segunda, 10 de marzo de 2014
Javier Fuenzalida
Investigador Centro de Sistemas Públicos (CSP)
Ingeniería Industrial, Universidad de Chile