La falta de legitimidad de la política tradicional y la desconfianza hacia quienes la ejercen no se cura con votos más o votos menos. Y sus consecuencias no se limitan a una esfera distante que puede aislarse sin que importe demasiado: están en juego nuestro bienestar cotidiano y nuestras posibilidades de futuro. Como concluye Philip Pettit en su artículo en Ratio Juris 2004, jugando a partir de la famosa frase de Clemenceau sobre la guerra y los militares: “La democracia es demasiado importante como para dejarla en manos de los políticos”.
De los elementos que se han mencionado para explicar esa falta de legitimidad y desconfianza quiero destacar, para luego interpretar, dos. El primero, los ciudadanos se sienten poco representados y “excluidos” de la construcción colectiva del mundo. Muchos perciben que los políticos se acuerdan de ellos solo en el momento de las elecciones y les hacen promesas propias de un Estado clientelar que ya no existe. Esta desaparición del Estado clientelar es un gran avance, pero los partidos aún no logran suficiente adhesión por otras vías y muchos electores añoran las viejas prácticas. Los candidatos compiten por votos con imágenes erigidas por un relato publicitario más que político. Lo cierto es que existe escasa competencia y renovación en la representación política.
Segundo, y ligado a esto, está la privatización de la vida social y la mercantilización de diversas esferas, más allá de lo que ocurre en la mayoría de los países. Las personas encuentran el mercado en todo, incluso pensiones, salud o educación. Y en algunos casos, los mercados no lo están haciendo bien: la Universidad del Mar, los colegios Britania, La Polar, las farmacias, los pollos. Muchas veces la libertad de elección, ese bien tan preciado, es una mera ficción.
Tampoco existen suficientes espacios deliberativos ni de voz, esa alternativa al mercado que es tan consustancial a la democracia (y eso nos remite de nuevo al primer elemento). Así los contenidos, incluso de lo público, los deciden los expertos o el mercado. ¿Será por eso que un candidato llamó a excluir a los expertos de las decisiones (¿Habré escuchado bien?). Y a propósito, no nos olvidemos de las fallas y vejaciones del Estado. No vaya a ser que agravemos los problemas sacando un clavo con otro.
Sobre el segundo elemento, Karl Polanyi, fundador de la antropología económica, nos dice que el mercado desregulado trastoca las relaciones sociales y la sociedad naturalmente genera contra-movimientos tendientes a restablecer lo social y las relaciones que no se basan en la utilidad y el intercambio. El problema no es solo la falta de competencia, ni siquiera el mercado en sí, es la naturalización que de él se hace, en desmedro de la polis. Ya sabemos que no hay libertad sin mercado. Pero tampoco hay libertad si no ponemos al mercado al servicio del ser humano y sus fines. Y esto no es tarea del mercado, sino de la política.
Sobre lo primero, Douglass North nos sugiere que ningún país (sin petróleo) ha superado los US$20 mil per cápita sin antes transformar los derechos de las elites en derechos impersonales para todos los ciudadanos, a la vez de crear un sistema político competitivo donde se produce destrucción creativa, no por reacomodos dentro de la elite, sino por la emergencia de nuevos y empoderados actores sociales. Una sociedad civil fuerte es a la política lo que el mercado competitivo es a la economía.
¿Estamos frente a la trampa de los ingresos medios? Es posible, pero esta trampa no es (solo) económica: también es política.
Pablo González, CEA y CSP, Ingeniería industrial, Universidad de Chile
El Mostrador, 18 de julio de 2013