Las empresas privadas y las organizaciones públicas tienen múltiples rutinas permanentes: comprar, producir bienes y servicios o gestionar sus finanzas y recursos humanos. Sin embargo, más de la mitad del tiempo de los ejecutivos se invierte en otra cosa: gerenciar proyectos de cambio, transformación, mejora, construcción, innovación. Y aquí es donde el diablo mete la cola. Como reza el adagio: “No hay proyecto en la historia de la humanidad que se haya terminado bien, a tiempo, en el costo previsto, y con el mismo equipo que lo comenzó”. O bien: “La gerencia de proyectos no es para los débiles de corazón”.
Si cree que los dolores de cabeza se dan sólo en (Tran) Santiago de Chile, considere por ejemplo el Sydney Opera House que demoró 14 años en construirse y costó cinco veces más de lo previsto, el Canal de Suez que costó 20 veces más o el famoso avión invisible al radar -Raptor F22- que fue una verdadera pesadilla de sobrecostos repartidos entre 1.000 subcontratistas. Un estudio de 2004 del Standish Group en Estados Unidos señaló que en proyectos de tecnologías de información, el promedio de sobrecostos fue de 43%, 71% excedió los plazos y demostró fallas de diseño inicial, en tanto que el desperdicio total se estimó en US$ 55 billones por año.
La gerencia de proyectos es una disciplina que casi podría asimilarse a un arte marcial. Requiere conocimientos, experiencia, sentido común, diplomacia y ‘cuero duro’. Todo proyecto, por definición, introduce cambios y los cambios, por definición, generan fricciones, suspicacias, resentimientos e incomprensiones. La versión simplona es que se le puede encargar un proyecto ambiental, social, informático o técnico a un especialista “ordenado” que pueda poner un diagrama de barras en una pared (o en un software de gestión de proyectos) e ir siguiendo sus etapas y costos. Nada está más lejos de la verdad.
Generalmente, los problemas de los proyectos no suelen surgir en sus componentes técnicos, sino en conflictos con otras partes de la organización, conflictos al interior del equipo, problemas políticos, resistencias al cambio, problemas en la comunidad circundante, impactos ambientales imprevistos, negociaciones inadecuadas, obstáculos burocráticos y normativos, atribuciones confusas del jefe de proyecto o, lo peor, alcances borrosos. Más allá del título del proyecto, algunos creen que éste culmina en la obra gruesa, otros con las terminaciones, unos con la decoración instalada, y en medio hubo un cambio de dueño que desea que se rehaga el material de los revestimientos.
El gerente de proyectos que llega en la noche a su casa a quejarse de que ese día tuvo que enfrentar muchos conflictos es tan absurdo como un psiquiatra que llega a la suya a quejarse de que le tocaron “puros pacientes con problemas”. Es parte del oficio y para eso le pagan. Lo anterior lleva, entonces, a preguntarnos cuál es el perfil adecuado del karateca que debe conducir estos escurridizos animales.
Este perfil conlleva cuatro dimensiones: conocimientos técnicos, conocimientos en aspectos formales de gerencia de proyectos, habilidades interpersonales y experiencia. La dimensión de conocimientos técnicos es la más obvia y, tal vez, la más sobreestimada. Si es un proyecto informático, deberá ser un informático. Si es un programa social, deberá ser un trabajador social. Suele entonces cometerse el error más frecuente: designar a cargo del proyecto a un “especialista técnico” carente de las restantes competencias. Es una ruta casi certificada al desastre. Se requieren, además, conocimientos formales acerca de gerencia de proyectos, de esos que se enseñan en cursos ad-hoc: gestión de los tiempos, los costos, los alcances, la calidad, las adquisiciones, la planificación, la elaboración de una matriz de riesgos técnicos, políticos, ambientales y financieros, así como la subcontratación de personas y proveedores. Hasta aquí todo es manejable.
La componente más compleja: el buen gerente de proyectos debe tener la capacidad de “ver bajo el agua”, resolver la problemática política y manejar las relaciones interpersonales. Debe poder anticipar los potenciales conflictos y riesgos dentro del equipo o del entorno, tener una robusta inteligencia emocional, el talento y los contactos para convocar un sólido y motivado equipo de trabajo, y la capacidad para encausar permanentemente el proyecto en función de sus objetivos en un ambiente turbulento, complejo y fluctuante. Esto no se logra con conocimientos, sino con habilidades y experiencia. Nunca debe manejar un proyecto de envergadura 10 quien no haya manejado antes un par de proyectos de envergadura 5, aunque haya sido en otros temas.
No es arriesgado decir que una de las carencias más agudas de los países en desarrollo, y de Chile en particular, es contar con estos personajes en la cantidad y calidad suficiente, cueste lo que cueste su formación y contratación. Los costos financieros y sociales de los errores en la gestión de grandes proyectos suelen sobrepasar por varios órdenes de magnitud los ahorros en este capital humano indispensable.
Mario Waissbluth
El Pulso, 9 de febrero de 2012